Podemos sustituir el término por pensamiento mítico. Y este, en ocasiones, por pensamiento mágico. Podemos recurrir a la necesidad de creer. De querer creer. De que algo nos explique el mundo, de que le dé sentido, de que ordene el universo.
Es mito la ideología que hemos reproducido, la que necesitamos creer que es la buena. Formar parte de una realidad que nos cobije, que forme parte de una norma moral. Que nos dé ejemplo.
Es mito la familia.
El barrio.
La nación, ese partido al que no puedes dejar de votar, sus figuras sobresalientes.
Al equipo que, año tras año, persigue el título, ejemplo de constancia.
Tu héroe particular, sea estrella del rock, del cine o las redes sociales.
A creer en una religión, en sus imágenes y portadores de fe.
Líderes. Héroes. Poder.
Tu narración. Tu vida que nace, deshace el nudo, busca sentido y meta antes de morir.
Pero ¿qué sucede si no hay mito de origen, familia que sustente, portadores de verdad, héroes que muestran la forma y el camino?
El mito, o pensamiento mítico, pervive en todos nosotros. Es lo que somos, lo que subyace, lo que tan a menudo solo podemos sacar a la luz en forma de narración. Un cuento, una canción, una novela, una historia que busca la fibra.
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