Así empieza la novela. Con una muñeca rusa, una chica que corre y baila en una ciudad desierta. Sin pasado ni futuro. Como cualquier héroe de un tiempo que ya no existe y que necesitó encontrar su lugar en el universo:
El latido golpeó su sien. Mientras la música cosquilleaba sus sentidos, una tenue luz azul apareció bajo su pelo, un aura concentrada alrededor de su nuca, a lo largo de la base del cráneo. Como respuesta a su pensamiento, el beat subió de revoluciones, relajando la tensión de la chica, que entraba en trance y comenzaba a jugar. Como cada atardecer, salía a recorrer las calles vacías, bailando y saltando entre el hormigón, los antiguos vehículos oxidados y los edificios derruidos. Más allá el páramo y, mucho más lejos, la montaña. Como en otras ocasiones, la perseguían. Coda fue la última en llegar a aquella vieja ciudad sin nombre y algunos de sus compañeros habían decidido que era divertido atormentarla. Si salías del círculo de control estabas sola, la ley ya no se respetaba y algunos se convertían en salvajes. Qué pretendían aquellos chicos persiguiéndola era algo que no conseguía adivinar. Y nunca lo sabría porque no podían atraparla. Nadie podía atraparla.
Le gustaba aquel escenario. El vacío de las grandes avenidas, enormes edificios cayéndose a pedazos, el silencio. Automóviles desintegrándose masticados por el tiempo, vehículos de una época pasada en la que se deslizaban sobre neumáticos de caucho. Coda se lanzó desde el puente que cruzaba sobre unos raíles, se aferró a una farola y se deslizó hasta el suelo, tiñendo de óxido su ropa. Corría sin dificultad ni cansancio. Se hizo la remolona, aquellos idiotas quedaban atrás. Corría por las calles, saltaba de una escalera a un balcón, de una ventana a un patio. La música la elevaba, despertaba a cada uno de sus sentidos, perdía cierto nivel de consciencia. Era un baile enfrentado a la vida, un reto, un juego liberador.
El implante coclear modificado y la memoria que llevaba acoplada respondían a su pensamiento. Subía el pulso de la música, dejaba de escuchar su entorno, ajena a la realidad. Parecía escuchar la vibración en todo su cuerpo, olas que la acariciaban desde todas las direcciones del espacio. Se movía como un animal mientras los diodos de luz subcutáneos tras las orejas y nuca brillaban, destacando la intensidad y el latido del beat. Por unos instantes, como parpadeos que seguían el ritmo, Coda sentía como sus ojos se desenfocaban. Por breves momentos, el mundo desaparecía para reaparecer después. O quizá no después, sino en otro lugar, siempre un paso por delante. La sensación, esta vez, empezó a darle miedo y se olvidó de que la perseguían. Una barricada de vehículos despedazados, basura y escombros cortaba la calle. Una frontera que definía el espacio protegido de la ciudad, en cuyo interior, por ley, todos se convertían en miembros de una comunidad, sin opción a la confrontación o el individualismo. Haber creído que esa conciencia grupal sería posible más allá de ese núcleo era una ingenuidad, cosa que ya se había demostrado en el pasado. La chica corría hacía una de las entradas, asustada por no controlar los tiempos con los que se movía. De ambos lados de la calle aparecieron dos chicos, mucho más grandes y fuertes que ella. Coda no podía frenar, pero tampoco deseaba hacerlo. Permitió que se cruzasen en su camino, cortando su trayectoria, a unos cinco o seis metros. La batida en el salto fue algo visto y no visto, inesperado, un acto de soberbia. Con el sol casi oculto, el aura de luz se intensificó como una tea parpadeante. Coda, en esa fracción de segundo que nadie supo medir, se situó a la altura de los muchachos, sobrevolando sus hombros, en los que se impulsó para saltar hasta lo alto de la barrera de escombros, unos cuantos metros por encima. Y allí permaneció, boqueando en busca de oxígeno. Fuera, uno de los chicos se quejaba, con la mano en la clavícula mientras otro la miraba con rencor. Muchos la habían visto saltar y enseguida corrieron la voz. Otra vez Coda. Dentro, hogueras desperdigadas en la gran plaza, cuchicheos y Ulve que aplaudía desde lo alto de un viejo depósito de agua sin parar de reír.
—¿Cómo has hecho eso, Coda? —le preguntó, mientras muchos jóvenes se acercaban con curiosidad al muro.
—He saltado.
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